14/2/15

Entre tú y yo


El rítmico sonido de las  teclas del ordenador llegaba hasta sus oídos que, ya acostado, resonaban como un martilleo irritante a esas horas de la madrugada. Se dio la vuelta en la cama y comprobó que estaba solo. 

Se levantó despacio, y descalzo, sus pies solo vestían unos calcetines, se dirigió hacia la habitación desde la que procedía aquella latosa melodía.

La puerta estaba entornada; allí estaba ella, sentada delante del ordenador y sus dedos, hábiles bailarines, no dejaban de moverse. Mónica estaba robándole horas al sueño para terminar pronto lo que tenía entre manos. En suave tono de ambiente, disfrutaba de algunas canciones que sonaban sin cesar, siempre las mismas, cuando estaba concentrada.

Juan ya sabía que cuando aquella música invadía su despacho no quería que la interrumpieran. Significaba que estaba a punto de terminar su novela y estaba trabajando a fondo para entregarla a la editorial. Pero no pudo evitarlo, abrió la puerta para poder pasar y se dirigió a ella casi en silencio. Mónica, aunque en su mundo a esas horas, tenía siempre el radar puesto. Ladeó la cabeza hacia la derecha sin dejar de mirar a la pantalla. Él dibujó una sonrisa al ver su gesto y sin más, la abrazó por los hombros dándole dulces y lentos besos en el cuello.
—Dame cinco minutos, termino el capítulo y continuamos, tú y yo, en la habitación. —Con su voz melosa aceptaba de buen grado todos y cada uno de los mimos que siempre recibía de su amor.
—¿Pueden ser solo dos? —Regateó Juan, el tiempo de espera. Deseaba disfrutar más de ella.
—Cuatro y medio. Entró en el juego aunque sabía que siempre ganaba–. ¿Vale?
—No seas mala —suplicó sin detener sus labios sobre el cuerpo de ella—. Tengo ganas de… —Calló para continuar su deleite.
—Punto y final. Novela terminada —dijo, mientras continuaba tecleando. Juan miró a la pantalla—. Guardo aquí. —Ahora la sonrisa en el rostro de aquel amante quedó grabada a fuego mientras seguía su senda de besos.
—Bien. ¿Podemos irnos ya? —murmuró ansioso en el oído de ella.
—Te estoy esperando, amor. —Y sin más, la levantó despacio y, en brazos, la llevó hasta la cama que compartían desde hacía casi diez años.


—Vámonos, Silvia. —Mónica tenía todo listo para empezar una nueva mañana. Pocas horas de sueño, sin embargo, el brillo de sus ojos aseveraba que su estado de ánimo era inmejorable—. Coge tus cosas y despídete de papá.
Esa mañana llevaría a la niña al colegio ella misma, ya que Juan tenía reunión en el trabajo a primerísima hora y no le daría tiempo a dejarle allí.
—Ya lo he hecho. Nos podemos ir. —La pequeña salió de la cocina colgándose la mochila a la espalda.
Llevaban casi una década juntos, aunque no estaban casados. Compartían su vida y, desde hacía seis años, eran felices con su hija Silvia.
—Cariño, ¿comeremos juntos? —le preguntó Mónica mientras se despedían con un beso.
La peque almorzaba siempre en el comedor del colegio y cuando la pareja podía compaginar los horarios, se reunían al mediodía. Compartían las impresiones de esa mañana y mantenían viva su relación.
—¿Te recojo a la una y media en la puerta de la redacción? —preguntó Juan listo ya para salir.
—No, tendrá que ser a las dos, tengo que ir a la editorial a la una. —Su voz denotaba alegría.
—Seguro que te lo publican.
—Gracias, amor. —Entre besos se despidieron en la puerta.


HORAS MÁS TARDE, PARA LA CENA.

—Cariño, ¿dónde está mi camisa azul? —preguntó Juan buscándola como loco en el armario.
—Cielo, ¿la recogiste de la tintorería esta tarde, como te dije? —respondió con otra pregunta desde el baño de la habitación.
—Me parece que no… susurró para sí con un mohín. Arrugó el entrecejo, mientras decidía ahora qué camisa ponerse.
—¿Es esta la que buscas? —Mónica se acercó a él con la camisa envuelta en la bolsa de la tintorería colgada de una percha. Juan se giró y su gesto cambió a una gran sonrisa.
—¡¿Qué haría yo sin ti, amor?! —Se acercó a ella meloso, la besó como agradecimiento y la rodeo entre sus brazos—. Se me olvidó que había que recogerla.
—¿Sin mí? —Se acomodó en ese abrazo—. Creo que ya no estarías en este mundo. Se te olvidaría hasta que hay que comer.
—Ya sabes lo que me gusta comer… —Besó despacio sus labios, siguió por su rostro, cuello, no tenía intención de parar.
—Por cierto, hoy te tocaba preparar la cena, ¿no? —Planchazo. Al escucharla dejó caer la cabeza sobre el hombro de Mónica.
—Ostras, es verdad —musitó despacio—. He quedado con los chicos de la oficina para tomar unas cañas.
—Ya. ¿Y qué hay de lo que te gusta comer? —Se zafó del abrazo y salió de la habitación. De camino a la cocina canturreaba la canción que había estado escuchando la noche anterior mientras terminaba de escribir su novela. Esa tarde estaba feliz, muy feliz. Del horno sacó un pequeño asado que había preparado durante la tarde. Ese día había terminado temprano en el trabajo y, con una gran noticia en el bolsillo, marchó a casa para tener lista la cena, aunque sabía que le tocaba a él prepararla. Por alguna extraña intuición sabía que si quería llevarse algo de comer a la boca esa noche tendría que hacerla ella, pero esa tarde todo daba igual. Había conseguido algo importante y no podía evitar estar alegre.
Preparó dos servicios en la mesa para comer ella y su enana. Mientras degustaban la cena, que le había quedado para chuparse los dedos, llegó Juan dispuesto a despedirse para salir. Contempló el festín en la mesa y mirándolas a las dos se dio la vuelta dirigiéndose al salón mientras sacaba el móvil del bolsillo de sus vaqueros.
Desde la cocina, Mónica y la pequeñaja pudieron escuchar un breve monólogo.
—Oye, tío. Que tengo un dolor tremendo de estómago, creo me quedaré en casa. —La cocina tronó en carcajadas—. Sí, nos vemos mañana. Adiós.
Se despidió y colgó.
—¿De qué os reís? —preguntó, extrañado, en el umbral de la puerta de la cocina.
—Tú sabes que las paredes de esta casa son casi de papel, ¿verdad? —respondió Mónica.
—Ya, me habéis oído hablar. —Retiró una silla de la mesa donde se sentó.
—Si miras hacia tu derecha —señaló la encimera de la cocina—, verás que hay un cubierto preparado para comer —dijo ella sin poder evitar la risa—. Cógelo y sírvete tú mismo.
Madre e hija rieron al unísono sin dejar de contemplar la cara de él.
—Eres muy lista, tú, ¿¿eh??
—Amor, los años contigo me enseñan una barbaridad. —Fue su respuesta. Con sus manos continuaba sirviendo la comida en el plato de su hija.
—¿Quieres que te enseñe algo más? —preguntó socarrón con mirada pícara.
—¿Sabes algo nuevo que yo no sepa? —Dejó caer esa pregunta con doble sentido.
—No, nada nuevo. —Era mejor no meterse en berenjenales extraños.
—Tengo que darte una noticia, Juan. —Su rostro, ahora serio, no lo convenció, sabía de qué se trataba.
—¿Buena o mala? —respondió tranquilo paladeando aquel asado.
—Creo que muy buena. ¡Publican mi novela! ¡Me lo han confirmado esta tarde!
—Eso es genial. Sabía que lo harían. Sin levantarse de la silla, la abrazó estrechándola fuerte—. Ya sabía yo que te traías algo entre manos.
—Sí, tú eres muy listo.
Silvia, sentada a la misma mesa, miraba con incredulidad su entorno. No entendía la alegría que se respiraba en aquella cocina perfumada con enormes gotas de felicidad.


Faltaban pocos minutos para medianoche y, en la cama, la pareja disfrutaba de su mutua compañía, uno en brazos del otro.
Juan levantó despacio un brazo acercándolo a la mesilla de noche. Abrió el cajón y extrajo una pequeña cajita negra.
—Cariño, ¿estás durmiendo? —preguntó antes de continuar con lo que quería hacer.
—No, amor. Aún no —Sus ojos estaban cerrados.
No lo dudó más. Colocó delante de Mónica aquella caja. La abrió con la otra mano mientras la sujetaba. Un reluciente pedrusco engarzado brilló delante de ella.
—¿Quieres casarte conmigo?
Ella abrió los ojos como platos, no sabía si había entendido bien la pregunta o era un sueño raro. Pero no lo era, se lo había preguntado y por el aspecto de ese anillo supo que era real.
—Pero… ¡Dios mío, Juan! ¿Estás seguro? —No salía de asombro. A intervalos cortos, lo miraba a él y a la joya que tenía delante de sí.
—Nunca he estado tan seguro en toda mi vida. ¿Qué respondes?
—Que ¡sííí! Estaría loca si no lo hiciera. Te quiero conmigo toda mi vida. Ya lo sabes.
—Y yo a ti en la mía.
Un beso dulce y tierno a la vez que apasionado selló el momento mágico.
Silvia en la habitación contigua gozaba de un placentero sueño.

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