El
rítmico sonido de las teclas del ordenador llegaba hasta sus oídos que,
ya acostado, resonaban como un martilleo irritante a esas horas de la madrugada.
Se dio la vuelta en la cama y comprobó que estaba solo.
Se levantó despacio, y descalzo, sus pies solo vestían unos calcetines, se dirigió hacia la habitación desde la que procedía aquella latosa melodía.
La puerta estaba entornada; allí estaba ella, sentada delante del ordenador y sus dedos, hábiles bailarines, no dejaban de moverse. Mónica estaba robándole horas al sueño para terminar pronto lo que tenía entre manos. En suave tono de ambiente, disfrutaba de algunas canciones que sonaban sin cesar, siempre las mismas, cuando estaba concentrada.
Juan ya sabía que cuando aquella música invadía su despacho no quería que la interrumpieran. Significaba que estaba a punto de terminar su novela y estaba trabajando a fondo para entregarla a la editorial. Pero no pudo evitarlo, abrió la puerta para poder pasar y se dirigió a ella casi en silencio. Mónica, aunque en su mundo a esas horas, tenía siempre el radar puesto. Ladeó la cabeza hacia la derecha sin dejar de mirar a la pantalla. Él dibujó una sonrisa al ver su gesto y sin más, la abrazó por los hombros dándole dulces y lentos besos en el cuello.
Se levantó despacio, y descalzo, sus pies solo vestían unos calcetines, se dirigió hacia la habitación desde la que procedía aquella latosa melodía.
La puerta estaba entornada; allí estaba ella, sentada delante del ordenador y sus dedos, hábiles bailarines, no dejaban de moverse. Mónica estaba robándole horas al sueño para terminar pronto lo que tenía entre manos. En suave tono de ambiente, disfrutaba de algunas canciones que sonaban sin cesar, siempre las mismas, cuando estaba concentrada.
Juan ya sabía que cuando aquella música invadía su despacho no quería que la interrumpieran. Significaba que estaba a punto de terminar su novela y estaba trabajando a fondo para entregarla a la editorial. Pero no pudo evitarlo, abrió la puerta para poder pasar y se dirigió a ella casi en silencio. Mónica, aunque en su mundo a esas horas, tenía siempre el radar puesto. Ladeó la cabeza hacia la derecha sin dejar de mirar a la pantalla. Él dibujó una sonrisa al ver su gesto y sin más, la abrazó por los hombros dándole dulces y lentos besos en el cuello.
—Dame
cinco minutos, termino el capítulo y continuamos, tú y yo, en la habitación. —Con
su voz melosa aceptaba de buen grado todos y cada uno de los mimos que siempre
recibía de su amor.
—¿Pueden
ser solo dos? —Regateó Juan, el tiempo de espera. Deseaba disfrutar más de
ella.
—Cuatro
y medio. —Entró en el juego aunque sabía que siempre ganaba–. ¿Vale?
—No
seas mala —suplicó sin detener sus labios sobre el cuerpo de ella—. Tengo
ganas de… —Calló para continuar su deleite.
—Punto
y final. Novela terminada —dijo, mientras continuaba tecleando. Juan miró
a la pantalla—. Guardo aquí. —Ahora la sonrisa en el rostro de aquel amante quedó
grabada a fuego mientras seguía su senda de besos.
—Bien.
¿Podemos irnos ya? —murmuró ansioso en el oído de ella.
—Te
estoy esperando, amor. —Y sin más, la levantó despacio y, en brazos, la
llevó hasta la cama que compartían desde hacía casi diez años.
—Vámonos, Silvia. —Mónica tenía todo listo para empezar una nueva mañana. Pocas horas de sueño, sin embargo, el brillo de sus ojos aseveraba que su estado de ánimo era inmejorable—. Coge tus cosas y despídete de papá.
—Vámonos, Silvia. —Mónica tenía todo listo para empezar una nueva mañana. Pocas horas de sueño, sin embargo, el brillo de sus ojos aseveraba que su estado de ánimo era inmejorable—. Coge tus cosas y despídete de papá.
Esa
mañana llevaría a la niña al colegio ella misma, ya que Juan tenía reunión en
el trabajo a primerísima hora y no le daría tiempo a dejarle allí.
—Ya
lo he hecho. Nos podemos ir. —La pequeña salió de la cocina colgándose la mochila
a la espalda.
Llevaban
casi una década juntos, aunque no estaban casados. Compartían su vida y, desde
hacía seis años, eran felices con su hija Silvia.
—Cariño,
¿comeremos juntos? —le preguntó Mónica mientras se despedían con un beso.
La
peque almorzaba siempre en el comedor del colegio y cuando la pareja podía compaginar
los horarios, se reunían al mediodía. Compartían las impresiones de esa mañana
y mantenían viva su relación.
—¿Te
recojo a la una y media en la puerta de la redacción? —preguntó Juan listo ya
para salir.
—No,
tendrá que ser a las dos, tengo que ir a la editorial a la una. —Su voz denotaba
alegría.
—Seguro
que te lo publican.
—Gracias, amor. —Entre besos se despidieron en la puerta.
HORAS MÁS TARDE, PARA LA CENA.
—Cariño,
¿dónde está mi camisa azul? —preguntó Juan buscándola como loco en el armario.
—Cielo,
¿la recogiste de la tintorería esta tarde, como te dije? —respondió con otra pregunta
desde el baño de la habitación.
—Me
parece que no… —susurró para sí con un mohín. Arrugó el entrecejo, mientras decidía
ahora qué camisa ponerse.
—¿Es
esta la que buscas? —Mónica se acercó a él con la camisa envuelta en la bolsa
de la tintorería colgada de una percha. Juan se giró y su gesto cambió a una
gran sonrisa.
—¡¿Qué
haría yo sin ti, amor?! —Se acercó a ella meloso, la besó como agradecimiento y
la rodeo entre sus brazos—. Se me olvidó que había que recogerla.
—¿Sin
mí? —Se acomodó en ese abrazo—. Creo que ya no estarías en este mundo. Se te
olvidaría hasta que hay que comer.
—Ya
sabes lo que me gusta comer… —Besó despacio sus labios, siguió por su rostro,
cuello, no tenía intención de parar.
—Por
cierto, hoy te tocaba preparar la cena, ¿no? —Planchazo. Al escucharla dejó
caer la cabeza sobre el hombro de Mónica.
—Ostras,
es verdad —musitó despacio—. He quedado con los chicos de la oficina para tomar
unas cañas.
—Ya.
¿Y qué hay de lo que te gusta comer? —Se zafó del abrazo y salió de la habitación.
De camino a la cocina canturreaba la canción que había estado escuchando la noche
anterior mientras terminaba de escribir su novela. Esa tarde estaba feliz, muy
feliz. Del horno sacó un pequeño asado que había preparado durante la tarde.
Ese día había terminado temprano en el trabajo y, con una gran noticia en el
bolsillo, marchó a casa para tener lista la cena, aunque sabía que le tocaba a
él prepararla. Por alguna extraña intuición sabía que si quería llevarse algo
de comer a la boca esa noche tendría que hacerla ella, pero esa tarde todo daba
igual. Había conseguido algo importante y no podía evitar estar alegre.
Preparó
dos servicios en la mesa para comer ella y su enana. Mientras degustaban la
cena, que le había quedado para chuparse los dedos, llegó Juan dispuesto a
despedirse para salir. Contempló el festín en la mesa y mirándolas a las dos se
dio la vuelta dirigiéndose al salón mientras sacaba el móvil del bolsillo de
sus vaqueros.
Desde
la cocina, Mónica y la pequeñaja pudieron escuchar un breve monólogo.
—Oye,
tío. Que tengo un dolor tremendo de estómago, creo me quedaré en casa. —La cocina
tronó en carcajadas—. Sí, nos vemos mañana. Adiós.
Se
despidió y colgó.
—¿De
qué os reís? —preguntó, extrañado, en el umbral de la puerta de la cocina.
—Tú
sabes que las paredes de esta casa son casi de papel, ¿verdad? —respondió Mónica.
—Ya,
me habéis oído hablar. —Retiró una silla de la mesa donde se sentó.
—Si
miras hacia tu derecha —señaló la encimera de la cocina—, verás que hay un cubierto
preparado para comer —dijo ella sin poder evitar la risa—. Cógelo y sírvete tú
mismo.
Madre
e hija rieron al unísono sin dejar de contemplar la cara de él.
—Eres
muy lista, tú, ¿¿eh??
—Amor,
los años contigo me enseñan una barbaridad. —Fue su respuesta. Con sus manos
continuaba sirviendo la comida en el plato de su hija.
—¿Quieres
que te enseñe algo más? —preguntó socarrón con mirada pícara.
—¿Sabes
algo nuevo que yo no sepa? —Dejó caer esa pregunta con doble sentido.
—No,
nada nuevo. —Era mejor no meterse en berenjenales extraños.
—Tengo
que darte una noticia, Juan. —Su rostro, ahora serio, no lo convenció, sabía de qué
se trataba.
—¿Buena
o mala? —respondió tranquilo paladeando aquel asado.
—Creo
que muy buena. ¡Publican mi novela! ¡Me lo han confirmado esta tarde!
—Eso
es genial. Sabía que lo harían. —Sin levantarse de la silla, la abrazó estrechándola
fuerte—. Ya sabía yo que te traías algo entre manos.
—Sí,
tú eres muy listo.
Silvia,
sentada a la misma mesa, miraba con incredulidad su entorno. No entendía la
alegría que se respiraba en aquella cocina perfumada con enormes gotas de
felicidad.
Faltaban pocos minutos para medianoche y, en la cama, la pareja disfrutaba de su mutua compañía, uno en brazos del otro.
Faltaban pocos minutos para medianoche y, en la cama, la pareja disfrutaba de su mutua compañía, uno en brazos del otro.
Juan
levantó despacio un brazo acercándolo a la mesilla de noche. Abrió el cajón y extrajo
una pequeña cajita negra.
—Cariño,
¿estás durmiendo? —preguntó antes de continuar con lo que quería hacer.
—No,
amor. Aún no —Sus ojos estaban cerrados.
No
lo dudó más. Colocó delante de Mónica aquella caja. La abrió con la otra mano
mientras la sujetaba. Un reluciente pedrusco engarzado brilló delante de ella.
—¿Quieres
casarte conmigo?
Ella
abrió los ojos como platos, no sabía si había entendido bien la pregunta o era
un sueño raro. Pero no lo era, se lo había preguntado y por el aspecto de ese
anillo supo que era real.
—Pero…
¡Dios mío, Juan! ¿Estás seguro? —No salía de asombro. A intervalos cortos, lo
miraba a él y a la joya que tenía delante de sí.
—Nunca
he estado tan seguro en toda mi vida. ¿Qué respondes?
—Que ¡sííí! Estaría loca si no lo hiciera. Te quiero conmigo toda mi vida. Ya lo
sabes.
—Y
yo a ti en la mía.
Un
beso dulce y tierno a la vez que apasionado selló el momento mágico.
Silvia
en la habitación contigua gozaba de un placentero sueño.
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