5/4/20

Para muestra, un botón...


Decantarse por la elección de un libro en concreto cuando el escritor es desconocido no siempre es fácil, el no saber cómo escribe, el género en el que se mueve o si la trama te gustará suelen ser factores decisivos para terminar por escoger, en las estanterías de las librerías o en plataformas digitales, el siguiente título de un autor que ya se conoce. Algo que aniquila las ilusiones del que empieza con gran ilusión en este bello arte de inventar historias. Y la verdad, tengo que confesarlo, a mí también me ha pasado alguna que otra vez. Sin embargo, el uso de las redes sociales y/o blogs de Internet han facilitado mucho las cosas en este aspecto. Y en honor a ello, he pensado que tal vez te gustaría leer un poquito de la historia de Óscar Cruz y su lucha sin tregua por conseguir una justicia más que merecida tras el crimen que se perpetró cinco años atrás y que destrozó su vida. 



Y para que puedas vislumbrar un poquito sobre lo que te encontrarás en Bajo amenaza, más abajo te dejo el prólogo. léelo y después valora si quieres llegar al final de esta novela. Solo te llevará un par de minutos... 


*****


Octubre, 2009


Sobre la mesa de la cafetería reposaban los cafés todavía humeantes. Un capuchino con avellana para ella y un café solo para él. Acomodados juntos, en el mismo sillón, enlazaban sus manos frente a una ventana que recibía los últimos rayos de sol de la tarde. El ambiente tranquilo del lugar era más que propicio para que dos enamorados disfrutaran de una tarde especial, sin embargo, no parecía que fuera a seguir esa pauta.
—¿Recuerdas cómo nos conocimos? —preguntó, Isabel, al hombre que la acompañaba.
—Jamás podré olvidarlo —respondió él, sin apartar su mirada de la de ella—. Eran sobre las siete de la tarde; fuera hacía mucho frío. Entraste temblorosa por esa puerta. Tus ojos buscaban un sitio apartado entre el bullicio que había esa tarde aquí, y te sentaste en esta misma mesa mientras yo te observaba desde un taburete de la barra.
—No. Así no fue. Estábamos en...
Isabel guardó silencio sin dejar de retorcer sus manos entre las de Óscar. Sus cuerpos no podían estar más cerca. Notaban el calor del otro a través de la ropa que llevaban.
—Óscar, tengo miedo —confesó Isabel con la mirada perdida en el suelo y apretando aún más, si eso era posible, las manos de Óscar—. Miedo de que aparezca Vladimir y cumpla su amenaza.
 —No te preocupes más por él, ¿vale? Sabe que, si se acerca a ti, se le echará encima todo el cuerpo de policía, así que no creo que se atreva ni siquiera a buscarte.
—Tú no le escuchaste cuando me juró... —Isabel volvió a callar. Le resultaba imposible desprenderse del miedo que sentía cada vez que se acordaba de ello. No entendía cómo podía experimentarlo de nuevo cuando había pasado tanto tiempo desde entonces. Se frotó la frente con una mano mientras mantenía la otra aferrada a las de Óscar. Sin entender por qué todo aquello le afligía todavía, no supo hacer otra cosa que abrazarle. Rodeó el cuello de Óscar con el brazo y continuó—: Perdóname, no sé qué me pasa, pero llevo unos días así y no logro quitarme esta inquietud de encima.
—Confía en mí, ¿de acuerdo? Todo va a estar bien de ahora en adelante. La pesadilla que viviste con él no volverá a suceder, te lo prometo —dijo Óscar apretando el abrazo de Isabel—. Además, ya ha pasado más de un año.
Isabel asintió y esbozó una sonrisa. 


Se levantó de una de las mesas que había al fondo del establecimiento. Su cabeza brillaba ante la falta de cabello. Una enorme cicatriz recorría su rostro desde la sien hasta llegar a una barba espesa donde se perdía el final de la gruesa línea que la atravesaba. Corpulento y vestido de negro, su aspecto era tan tenebroso que muchos de los allí presentes evitaban mirarle de frente. Despacio, se acercó a la barra y pagó el café que había tomado. Aunque intentaba disimular la verdadera razón por la que se encontraba allí, no pudo resistirse a mirar a la pareja que estaba sentada en el otro extremo del local. Cogió su móvil y, tras teclear algunas palabras, envió un mensaje. Levantó la vista del aparato, que aún sujetaba entre sus manos, y volvió a dirigirla a su objetivo.
—Aquí tiene el cambio —le dijo José, el camarero, que se había dado cuenta de lo que estaba pasando e intuía las intenciones de semejante individuo.
El hombre lo miró y elevó el lado izquierdo del labio superior; sin pronunciar una sola palabra, recogió las monedas del platito para el cambio, y comenzó a andar. Se detuvo en mitad del camino el tiempo justo para leer el mensaje que le acababa de llegar al teléfono móvil en respuesta al suyo. Miró furtivamente de nuevo al mismo punto al que, desde hacía un par de horas, había estado atento sin perder un solo detalle y se dirigió a la salida. Abrió la puerta acristalada de la cafetería y la abandonó. Tras él, una ráfaga de aire helado entró invadiendo el ambiente.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Isabel al sentir la oleada gélida que acababa de entrar.
—¿Tienes frío? —preguntó Óscar al sentir su estremecimiento.
—Al cerrarse la puerta me ha llegado el helor de fuera.
—Vámonos a casa. Estaremos más a gusto allí. Voy a pagar.
Se levantó y fue hacia la barra. José, al verlo, se acercó con semblante preocupado. Algo que no pasó desapercibido al inspector Óscar Cruz.
—¿Qué pasa, José?
—Cruz, id con cuidado al salir, ¿vale? Un hombre bastante raro os ha estado observando durante todo el rato que lleváis aquí. Llegó antes que vosotros y se ha marchado hace apenas unos instantes. Creo que os estaba vigilando. Tiene una cicatriz de aquí a aquí. —Le indicó con el dedo índice, señalando en su propio rostro desde la sien hasta la barbilla.
—Sí, me he dado cuenta a través del cristal de la ventana, aunque no he podido reconocerle bien. Miraré en la base de datos a ver quién es. Creo que está fichado.
—Cuida bien de esa joya que tienes a tu lado.
—Ya sabes que lo haré. —Y le guiñó un ojo al tiempo que hacía un chasquido con los labios—. ¿Qué te debo?
—Invita la casa, pero que no sirva de precedente, ¿de acuerdo? —dijo ofreciéndole su mano para estrechar la del policía que lo hizo con una gran sonrisa.
Hacía ya un buen rato que la noche había caído sobre Almería. El cielo había mudado sus violáceos colores del atardecer por un intenso manto negro tachonado de brillantes luces blancas que envolvía un ambiente gélido. El policía salió primero y colocó su abrigo sobre los hombros de Isabel.
—Hace bastante frío. Ven —le dijo Óscar y, con delicadeza, la acurrucó bajo su hombro—. Pégate a mí.
El silencio reinaba en la calle desierta que se hacía eco del caminar de la pareja. Desde la esquina de arriba, un coche negro avanzaba despacio con las luces apagadas.
—Qué bien me sienta estar así contigo —comentó, feliz, Isabel. Pero permaneció en aquella posición apenas un momento; de un salto, se colocó delante de su marido y lo abrazó con fuerza. Elevó la cabeza para mirarlo y despacio le dijo—: Nunca olvides que te quiero, mi amor.
—No lo haré, lo tengo presente cada día de mi vida.
El estruendo producido por varias detonaciones seguidas puso en guardia a Óscar que parapetó el cuerpo de Isabel entre él y la rueda del coche que tenían más cercano, sin romper el abrazo que mantenían.
—¡Por Dios Santo! Isabel, ¿te encuentras bien? —preguntó mientras se separaba de ella para comprobar su estado.
Los ojos de su esposa dejaron de transmitir felicidad. Se volvieron opacos en cuestión de segundos.


—¡Joder! Pero, ¿qué has hecho? Me cago en tu puta madre. ¡La has matado a ella! Tenías que haberle disparado a él, cojones, ¡a él! —gritó, desesperado, el conductor del vehículo que salió a toda velocidad, después de disparar contra Isabel y Óscar.
—Se ha puesto en medio. La muy imbécil se puso en la línea de tiro en el momento en que apreté el gatillo. No ha sido culpa mía, ¡joder!
—Pues a ver qué le dices al jefe cuando se lo cuentes porque yo no pienso estar delante. Yo conduzco, así que no es mi responsabilidad.
—No me puedes dejar a mí con este marrón, tío. Somos colegas.
Llegaron al lugar de encuentro sin saber cómo contarlo para que el jefe de la banda no arremetiera contra ellos. Les había encomendado matar al cabrón que le había arrebatado a su novia, ya que consideraba que eliminarlo sería la única forma de que ella volviera con él. Sin embargo, la jugada no había salido como esperaban.
Entraron despacio por la puerta corredera que, siempre abierta, daba acceso al jardín. Aquella casa era su centro de reunión durante el día, y, por la noche, empleaban también para otros menesteres tan legítimos como el que acaban de llevar a cabo.
Bajaron del coche gritándose entre ellos. Dimitri no veía la forma de salir del hoyo en el que se había metido tras errar el disparo contra el inspector de policía Óscar Cruz.
—Roger, tío, ayúdame. Habla tú primero con él —rogó, olvidándose de que siempre se mostraba duro y sin escrúpulos cuando tenía a sus colegas delante.
—Échale cojones. Cuéntale la verdad y seguro que lo entenderá.
—¿Qué es lo que tengo que entender? —dijo Vladimir Dachenko, al que temían más que a la misma muerte. Se acercaba a ellos muy despacio, con la luz a sus espaldas, lo que provocó que su presencia fuera aún más siniestra. 
—Jefe, siento mucho lo que ha ocurrido —respondió Dimitri, y comenzó a relatar los hechos tal y como habían sucedido con la vista clavada en el suelo. No se atrevería a levantarla hasta que él se lo dijera—. No podía prever que ella hiciera tal cosa, jefe. De verdad, ¡se lo juro!
Vladimir Dachenko cerró los ojos y se apoyó en la columna que sujetaba el techo del porche de la casa.
—¿Me estás diciendo que la habéis matado a ella en lugar de al policía?
—Se colocó en la línea de fuego, jefe —volvió a repetir una vez más como defensa—, justo en el momento en que apreté el gatillo, no pude evitarlo.
El silencio duró unos instantes a la espera de que el líder dijera algo.
—Por lo menos habréis traído el colgante, ¿no?
—¿Colgante? No sabíamos nada de un colgante, jefe. Además, ella no llevaba ninguno encima. Solo un abrigo que él le puso sobre los hombros.
—¡Malditos inútiles! —musitó apretándose el puente de la nariz—. No sé ni cómo os mantengo con vida. No servís para nada.
—Yo conducía el coche —replicó Roger (así le gustaba que le llamaran en lugar de Rogelio, su nombre real) en un intento desesperado de no caer con su colega—. No soy responsable de lo que este inepto haga.
—No seas llorica. Los dos tenéis la culpa. Sea como fuere, os encargué una misión y no habéis logrado los resultados esperados. ¿Crees que debo confiar en ti más que en él? —espetó, tajante, el ruso—. Más vale que encontréis el puto colgante en menos de una semana o acabaré con los dos, ¿me habéis entendido ahora? Os mandaré al móvil una foto de la joya para que sepáis la que es y no me traigáis un collar de perro, que capaces sois. Una semana. Ni un solo día más.
—Sí, jefe, le traeremos ese colgante. Cuente con ello.
Los dos mercenarios montaron en el coche a toda prisa y salieron de allí todavía más rápido.
—¿Sabes tú algo de ese colgante, Roger? —preguntó Dimitri, al volante en ese momento, mientras su compañero observaba la foto que acaba de recibir en el móvil.

—No tengo ni idea, pero nos acaba de salvar el pellejo y, si él lo quiere, habrá que traérselo o no lo contaremos. Tal vez se le olvidó decírnoslo y él cree que sí lo hizo. 

*****

Ojalá haya captado tu atención y vayas corriendo a cualquier plataforma digital para hacerte con él, será un entretenimiento fantástico para tus ratos libres. Y si llegas hasta el final, me encantará compartir contigo opiniones sobre esta novela. Mi correo electrónico lo tienes a tu disposición:

m.elena.escritora@gmail.com

Prometo contestar 😉

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