Y para que puedas vislumbrar un poquito sobre lo que te encontrarás en Bajo amenaza, más abajo te dejo el prólogo. léelo y después valora si quieres llegar al final de esta novela. Solo te llevará un par de minutos...
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Octubre, 2009
Sobre la mesa de la
cafetería reposaban los cafés todavía humeantes. Un capuchino con avellana para
ella y un café solo para él. Acomodados juntos, en el mismo sillón, enlazaban
sus manos frente a una ventana que recibía los últimos rayos de sol de la
tarde. El ambiente tranquilo del lugar era más que propicio para que dos
enamorados disfrutaran de una tarde especial, sin embargo, no parecía que fuera
a seguir esa pauta.
—¿Recuerdas cómo nos
conocimos? —preguntó, Isabel, al hombre que la acompañaba.
—Jamás podré olvidarlo
—respondió él, sin apartar su mirada de la de ella—. Eran sobre las siete de la
tarde; fuera hacía mucho frío. Entraste temblorosa por esa puerta. Tus ojos
buscaban un sitio apartado entre el bullicio que había esa tarde aquí, y te
sentaste en esta misma mesa mientras yo te observaba desde un taburete de la
barra.
—No. Así no fue.
Estábamos en...
Isabel guardó silencio
sin dejar de retorcer sus manos entre las de Óscar. Sus cuerpos no podían estar
más cerca. Notaban el calor del otro a través de la ropa que llevaban.
—Óscar, tengo miedo
—confesó Isabel con la mirada perdida en el suelo y apretando aún más, si eso
era posible, las manos de Óscar—. Miedo de que aparezca Vladimir y cumpla su
amenaza.
—No te preocupes más por él, ¿vale? Sabe que,
si se acerca a ti, se le echará encima todo el cuerpo de policía, así que no creo
que se atreva ni siquiera a buscarte.
—Tú no le escuchaste
cuando me juró... —Isabel volvió a callar. Le resultaba imposible desprenderse
del miedo que sentía cada vez que se acordaba de ello. No entendía cómo podía experimentarlo
de nuevo cuando había pasado tanto tiempo desde entonces. Se frotó la frente
con una mano mientras mantenía la otra aferrada a las de Óscar. Sin entender
por qué todo aquello le afligía todavía, no supo hacer otra cosa que abrazarle.
Rodeó el cuello de Óscar con el brazo y continuó—: Perdóname, no sé qué me
pasa, pero llevo unos días así y no logro quitarme esta inquietud de encima.
—Confía en mí, ¿de
acuerdo? Todo va a estar bien de ahora en adelante. La pesadilla que viviste
con él no volverá a suceder, te lo prometo —dijo Óscar apretando el abrazo de
Isabel—. Además, ya ha pasado más de un año.
Isabel asintió y esbozó
una sonrisa.
Se
levantó de una de las mesas que había al fondo del establecimiento. Su cabeza
brillaba ante la falta de cabello. Una enorme cicatriz recorría su rostro desde
la sien hasta llegar a una barba espesa donde se perdía el final de la gruesa
línea que la atravesaba. Corpulento y vestido de negro, su aspecto era tan
tenebroso que muchos de los allí presentes evitaban mirarle de frente.
Despacio, se acercó a la barra y pagó el café que había tomado. Aunque
intentaba disimular la verdadera razón por la que se encontraba allí, no pudo resistirse
a mirar a la pareja que estaba sentada en el otro extremo del local. Cogió su
móvil y, tras teclear algunas palabras, envió un mensaje. Levantó la vista del
aparato, que aún sujetaba entre sus manos, y volvió a dirigirla a su objetivo.
—Aquí
tiene el cambio —le dijo José, el camarero, que se había dado cuenta de lo que
estaba pasando e intuía las intenciones de semejante individuo.
El
hombre lo miró y elevó el lado izquierdo del labio superior; sin pronunciar una
sola palabra, recogió las monedas del platito para el cambio, y comenzó a
andar. Se detuvo en mitad del camino el tiempo justo para leer el mensaje que le
acababa de llegar al teléfono móvil en respuesta al suyo. Miró furtivamente de
nuevo al mismo punto al que, desde hacía un par de horas, había estado atento
sin perder un solo detalle y se dirigió a la salida. Abrió la puerta
acristalada de la cafetería y la abandonó. Tras él, una ráfaga de aire helado
entró invadiendo el ambiente.
Un
escalofrío recorrió el cuerpo de Isabel al sentir la oleada gélida que acababa
de entrar.
—¿Tienes frío? —preguntó Óscar al sentir su
estremecimiento.
—Al
cerrarse la puerta me ha llegado el helor de fuera.
—Vámonos
a casa. Estaremos más a gusto allí. Voy a pagar.
Se
levantó y fue hacia la barra. José, al verlo, se acercó con semblante
preocupado. Algo que no pasó desapercibido al inspector Óscar Cruz.
—¿Qué
pasa, José?
—Cruz,
id con cuidado al salir, ¿vale? Un hombre bastante raro os ha estado observando
durante todo el rato que lleváis aquí. Llegó antes que vosotros y se ha
marchado hace apenas unos instantes. Creo que os estaba vigilando. Tiene una
cicatriz de aquí a aquí. —Le indicó con el dedo índice, señalando en su propio
rostro desde la sien hasta la barbilla.
—Sí,
me he dado cuenta a través del cristal de la ventana, aunque no he podido
reconocerle bien. Miraré en la base de datos a ver quién es. Creo que está
fichado.
—Cuida
bien de esa joya que tienes a tu lado.
—Ya
sabes que lo haré. —Y le guiñó un ojo al tiempo que hacía un chasquido con los
labios—. ¿Qué te debo?
—Invita
la casa, pero que no sirva de precedente, ¿de acuerdo? —dijo ofreciéndole su
mano para estrechar la del policía que lo hizo con una gran sonrisa.
Hacía
ya un buen rato que la noche había caído sobre Almería. El cielo había mudado
sus violáceos colores del atardecer por un intenso manto negro tachonado de
brillantes luces blancas que envolvía un ambiente gélido. El policía salió
primero y colocó su abrigo sobre los hombros de Isabel.
—Hace
bastante frío. Ven —le dijo Óscar y, con delicadeza, la acurrucó bajo su
hombro—. Pégate a mí.
El
silencio reinaba en la calle desierta que se hacía eco del caminar de la
pareja. Desde la esquina de arriba, un coche negro avanzaba despacio con las
luces apagadas.
—Qué
bien me sienta estar así contigo —comentó, feliz, Isabel. Pero permaneció en
aquella posición apenas un momento; de un salto, se colocó delante de su marido
y lo abrazó con fuerza. Elevó la cabeza para mirarlo y despacio le dijo—: Nunca
olvides que te quiero, mi amor.
—No
lo haré, lo tengo presente cada día de mi vida.
El estruendo producido por varias detonaciones seguidas
puso en guardia a Óscar que parapetó el cuerpo de Isabel entre él y la rueda
del coche que tenían más cercano, sin romper el abrazo que mantenían.
—¡Por
Dios Santo! Isabel, ¿te encuentras bien? —preguntó mientras se separaba de ella
para comprobar su estado.
Los
ojos de su esposa dejaron de transmitir felicidad. Se volvieron opacos en
cuestión de segundos.
—¡Joder!
Pero, ¿qué has hecho? Me cago en tu puta madre. ¡La has matado a ella! Tenías
que haberle disparado a él, cojones, ¡a él! —gritó, desesperado, el conductor
del vehículo que salió a toda velocidad, después de disparar contra Isabel y
Óscar.
—Se
ha puesto en medio. La muy imbécil se puso en la línea de tiro en el momento en
que apreté el gatillo. No ha sido culpa mía, ¡joder!
—Pues a ver qué le dices al jefe cuando se lo cuentes
porque yo no pienso estar delante. Yo conduzco, así que no es mi
responsabilidad.
—No me puedes dejar a mí con este marrón, tío. Somos
colegas.
Llegaron
al lugar de encuentro sin saber cómo contarlo para que el jefe de la banda no
arremetiera contra ellos. Les había encomendado matar al cabrón que le había
arrebatado a su novia, ya que consideraba que eliminarlo sería la única forma
de que ella volviera con él. Sin embargo, la jugada no había salido como
esperaban.
Entraron despacio por la puerta corredera que, siempre
abierta, daba acceso al jardín. Aquella casa era su centro de reunión durante
el día, y, por la noche, empleaban también para otros menesteres tan legítimos
como el que acaban de llevar a cabo.
Bajaron
del coche gritándose entre ellos. Dimitri no veía la forma de salir del hoyo en
el que se había metido tras errar el disparo contra el inspector de policía
Óscar Cruz.
—Roger,
tío, ayúdame. Habla tú primero con él —rogó, olvidándose de que siempre se
mostraba duro y sin escrúpulos cuando tenía a sus colegas delante.
—Échale
cojones. Cuéntale la verdad y seguro que lo entenderá.
—¿Qué
es lo que tengo que entender? —dijo Vladimir Dachenko, al que temían más que a
la misma muerte. Se acercaba a ellos muy despacio, con la luz a sus espaldas,
lo que provocó que su presencia fuera aún más siniestra.
—Jefe,
siento mucho lo que ha ocurrido —respondió Dimitri, y comenzó a relatar los
hechos tal y como habían sucedido con la vista clavada en el suelo. No se
atrevería a levantarla hasta que él se lo dijera—. No podía prever que ella
hiciera tal cosa, jefe. De verdad, ¡se lo juro!
Vladimir
Dachenko cerró los ojos y se apoyó en la columna que sujetaba el techo del
porche de la casa.
—¿Me
estás diciendo que la habéis matado a ella en lugar de al policía?
—Se
colocó en la línea de fuego, jefe —volvió a repetir una vez más como defensa—,
justo en el momento en que apreté el gatillo, no pude evitarlo.
El silencio duró unos instantes a la espera de que el
líder dijera algo.
—Por
lo menos habréis traído el colgante, ¿no?
—¿Colgante?
No sabíamos nada de un colgante, jefe. Además, ella no llevaba ninguno encima.
Solo un abrigo que él le puso sobre los hombros.
—¡Malditos
inútiles! —musitó apretándose el puente de la nariz—. No sé ni cómo os mantengo
con vida. No servís para nada.
—Yo
conducía el coche —replicó Roger (así le gustaba que le llamaran en lugar de
Rogelio, su nombre real) en un intento desesperado de no caer con su colega—.
No soy responsable de lo que este inepto haga.
—No seas llorica. Los dos tenéis la culpa. Sea como fuere,
os encargué una misión y no habéis logrado los resultados esperados. ¿Crees que
debo confiar en ti más que en él? —espetó, tajante, el ruso—. Más vale que
encontréis el puto colgante en menos de una semana o acabaré con los dos, ¿me
habéis entendido ahora? Os mandaré al móvil una foto de la joya para que sepáis
la que es y no me traigáis un collar de perro, que capaces sois. Una semana. Ni
un solo día más.
—Sí,
jefe, le traeremos ese colgante. Cuente con ello.
Los
dos mercenarios montaron en el coche a toda prisa y salieron de allí todavía
más rápido.
—¿Sabes
tú algo de ese colgante, Roger? —preguntó Dimitri, al volante en ese momento,
mientras su compañero observaba la foto que acaba de recibir en el móvil.
—No
tengo ni idea, pero nos acaba de salvar el pellejo y, si él lo quiere, habrá
que traérselo o no lo contaremos. Tal vez se le olvidó decírnoslo y él cree que
sí lo hizo.
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Ojalá haya captado tu atención y vayas corriendo a cualquier plataforma digital para hacerte con él, será un entretenimiento fantástico para tus ratos libres. Y si llegas hasta el final, me encantará compartir contigo opiniones sobre esta novela. Mi correo electrónico lo tienes a tu disposición:
m.elena.escritora@gmail.com
Prometo contestar 😉
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